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lunes, 8 de junio de 2009

...Y yo en la Arcadia


Imagina una tarde apacible
donde el viento ha cesado
su tenue murmullo.
Reposa un Dios en el horizonte.
Suspira.
Ufano de su abolengo
se retira al sueño, pues
ya ha pasado el tiempo
en que humanos y dioses
se daban encuentro.

El mar que circunda
la nostálgica península
del viejo Peloponeso,
hállase cristalina y pura.
¡Ni las aguas mismas
habrían reconocido su propia calma!
Pero hoy es una tarde distinta,
sin duda.

¡Distinta, sí!
Porque el Dios se ha quedado
dormido en su eternidad,
y no guardando cuidado
olvidó que la vida
siempre pasa fugaz.

Detúvose el tiempo.
Las civilizaciones
eran un azar de imágenes
en el que el sueño del Dios
echaba suerte para complacerse
de su fantasía de omnipotencia.

Un niño con una varita
sentose en la cálida orilla,
no concibió palabras
pues carecía de lengua.
Se espantaba las voces
que le acaecían sin tregua,
y dirigió a su propósito
ingente atención…

Mas ¿qué iba a importar
a ese niño que,
dibujando en la áspera arena
princesas, prodigios y guerras,
ignoraba que hilaba
la onírica epopeya del viejo?

Si el mar besaba sus pies,
le murmuraba acertijos,
y elevaba en su nombre
palacios y estatuas;
Si la tarde era eterna,
como eternos
la tranquilidad, la calma,
como el ave que reposaba
en inerte postura
y las nubes
que blanquecinas y sobrias
habían perdonado amarguras,
¿por qué, entonces, había de advertir
que el instante danzaba
por entre los despojos,
y que acechaba con sus modos
itinerantes y ajenos
a los serenos habitantes?

¡¿Cómo recordar aquel horror?!
Su rostro palidecía al ritmo del viento
que despierta y sopla al son dilatante de las pupilas
del Dios que habita lejanías muertas,
del ave de rapiña que regresa a su alada empresa,
del mar que se va alejando
mientras retorna a glorificar
a sus reyes de antaño…

Los ojos consternados del niño,
aquella mueca de pánico,
se posan sobre semejante espanto:

¡Alguien dejó tatuada una huella!

(David Domínguez Michelangeli,
Retrato de los eriales)

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