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miércoles, 3 de junio de 2009

El problema no es tanto el fuete sino el que se deja arrear


(El Militarismo y la negligencia de los “oprimidos”)


Un famoso refrán popular nos dice que por la plata baila el mono, mas cuando el simio, erguido sobre altísimos pedestales, hace sonar el estruendo de los platillos sin que nadie se atreva a bajarlo de su sueño de omnipotencia, es porque, evidentemente, cuenta con la aprobación y el laudo de una enorme audiencia y, lo que es igual, del sufragio de la misma. No por azares de la vida, desde la vieja Sumeria hasta nuestros días, la historia nos revela las hazañas de hombres que, con el aderezo de alados discursos, promueven cambios a su antojo en detrimento de los pueblos y a beneficio propio. Sin embargo, el militarismo no cuenta únicamente con el aparato coercitivo, sino también con los servicios de las ideologías- o sistemas de entendimiento de la realidad- imperantes. En la antigua Mesopotamia, por ejemplo, se creía que existía una jerarquía de Dioses presidida por Anu (dios del cielo), seguido por Enlil y Ea (o Enki), luego por Nanna (dios de la luna), Utu (dios del sol) e Innana (diosa del amor y la guerra) y al final por los espíritus y los demonios. Los dioses, cansados de trabajar las tierras que les eran propias, engendraron a los seres humanos para que realizaran tales oficios. Cada dios era propietario de una determinada extensión y nombraron a un rey humano (ensi) para que la administrara en correspondencia con los designios divinos. No obstante, cuando un pueblo invadía a otro y era derrocado el ensi de dicha ciudad, las personas asumían que los dioses lo habían dispuesto de ese modo y por tal razón era aceptado el nuevo mandatario sin mucha resistencia.

Dicha situación sólo es posible con una modalidad estructural que se ha mantenido inmanente al devenir de las sociedades en todo el mundo: la división sociedad política- sociedad civil. La primera es constituida por burócratas, legisladores, y cabecillas de ejércitos e instituciones; la segunda por la diversidad de gremios que componen la comunidad de personas que se limitan a elegir, obedecer o las dos cosas. De tal suerte que, en cualquier circunstancia, las reivindicaciones propias del colectivo civil dependen del arbitrio de los mandamases que ocupan uno u otro lugar en la palestra pública. Pero nos preguntamos ¿cómo es posible semejante dualidad social?
El principio de cohesión de toda comunidad está en la forma de interpretar la realidad y la actividad que se ejerce para vivir en torno a ella. La percepción y la hechura suponen la cultura. Las diferencias culturales en la antigüedad llevaron a los pueblos a la paz y a al conflicto en igual medida, y para sopesar la discordia era preciso que la cultura- en tanto síntesis de los valores y hechos de una determinada sociedad- estuviese amparada por una estructura que, ya en la modernidad, llamaremos Nación. La Nación sólo es posible si los individuos delegan a ciertos hombres y/o entes su potencia y su libertad para que éstos le brinden seguridad, salud y justicia. Pero el precio de tal negocio es aún más caro para los plebeyos, porque deben asumir y presuponer que el criterio de los mandatarios se corresponde con sus necesidades. Mas eso no es todo, resulta evidente que la cultura no sólo está a merced de los “extranjeros”, sino también de los “inadaptados” que, desde adentro, acometen en contra de su integridad. Por lo cual es menester que exista una fuerza que prevenga el peligro de un virus intrínseco y que asuma cualquier vicisitud que pueda comprometer a la salud pública y social. En este punto la pasividad de la comunidad es fundamental: alguien decide lo que está bien y lo que está mal.

Ahora bien, con las pseudo-democracias contemporáneas se ha flexibilizado la relación, es cierto, y así mismo existen modos para denunciar los atropellos de las autoridades y hasta instrumentos para derrocarlos cuando resulten incómodos a la lógica de los civiles. Sin embargo, aún así, sigue existiendo el miedo al “extranjero” y al “inadaptado”, así como la fe en que las instituciones cumplirán con el deber de depurar cuanto indecoro acaezca al fluir de la vida de los habitantes. Por lo cual es menester la presencia de los uniformados y sus armas. Pero ¿qué tiene que ver todo esto con el militarismo?

El militarismo se basa en la creencia de que la actividad y la fuerza militar en la toma de decisiones y en el arbitraje dentro de las diversas sociedades es necesario para mantener el orden y la paz. Particularmente en Latinoamérica el militarismo ha gozado de buena reputación y hasta de apoyo popular. A diestra y a siniestra las personas confían en que el brazo armado consumará por fin el ideal de justicia, cualquiera que sea el que se predique. Pero para que esto ocurra es preciso que la realidad política esté inmersa en una dicotomía que permita distinguir entre lo correcto y lo incorrecto, y es a la sociedad política a quien le toca discernir. La delincuencia, por ejemplo, no es asumida como la consecuencia de las fallas intrínsecas de la estructura, sino, por el contrario, como resultado de la inadaptabilidad de los sujetos en cuestión. Por esto, cuanto más bajas son las condiciones de vida, más se ansía la presencia y la actividad de los uniformados. De modo, pues, que el caudillo sale a relucir su brillante espada cuando los dedos de la tiniebla se posan sobre las personas.

De este modo, el militarismo aparece siempre como el antídoto necesario para superar los estados de emergencia. Pero este papel de los militares como redentores y defensores de la justicia no es solamente una imposición opresiva de la sociedad política, sino, además, el resultado de un complejo de inferioridad que declina en pasividad y conformismo. Si bien viene marcada por el influjo de la ideología y por la mera costumbre, es cierto también que las formas alternativas y distintas a la fuerza armada no son muy transitadas, pues si bien la acción civil de algún modo se hace siempre presente, al final queda un problema más: Asumirnos como civiles y distinguirnos del político es, en primera instancia, el error de fondo, pues nadie conoce las reivindicaciones de las comunidades más que los que habitan en ella.

Comúnmente los sectores de izquierda denuncian que pseudo-demócratas, liberales, derechistas y cualquiera que no comulgue con el panfleto, condenan a las bases a vivir bajo el yugo de los explotadores, pero tan pronto como ascienden al poder, con el impulso de pactos o reyertas militares, se comportan del mismo modo que actúan, en efecto, sus supuestos antagónicos. Mas el problema no es tanto el fuete sino el que se deja arrear. El único modo de superar semejante problema es que la línea que separa a civiles y a políticos se disuelva, dando lugar a una cultura de personas que, ofreciendo su potencia al colectivo, son beneficiados con la multiplicidad de potencias que le ofrece la diversidad. Pues si a algo le temen caudillos y burócratas es a la actividad racional y conciente de la colectividad.

DDM
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